Me veo obligada, siete años después, a retomar mi blog para hacer una publicación. ¡Cómo ha pasado el tiempo! ya ni siquiera sé muy bien cómo hacerlo. Si queda algún lector de estas virtuales páginas, aquí dejo esta entrada que escribí con el corazón en la mano.
Astillas:
Julia
Hay episodios en la
vida que se quedan incrustados entre el corazón y la memoria como dolorosas
astillas. A veces es dolor de vergüenza o de impotencia por no haber hecho
algo, o no haber hecho lo suficiente para cambiar las cosas.
Una de esas astillas
lleva el nombre de Julia, una pequeña de unos ocho o nueve años a quien le di
clases hace ya varias décadas, en mi segundo año como maestra.
Julia era una niña
muy linda, disciplinada, inteligente, pulcra (muy pulcra), obediente, increíblemente
ordenada, metódica y cumplida.
Un día, al llegar a
mi casa después del colegio, me di cuenta de que me había quedado con el
lapicero que me prestó. Al día siguiente, lo primero que hice fue llamarla a mi
escritorio para devolvérselo.
-"Perdón,
Julia", le dije. "Me lo llevé sin querer".
La niña sonrió
tímidamente y me dijo "No se preocupe, seño Nancy".
Al volver a su lugar
noté algunos moretones en sus piernas. La llamé de nuevo y le pregunté bajito
qué le había ocurrido.
-"Nada",
dijo también bajito.
-"¿Cómo que
nada, mi nena? Cuénteme, no tenga miedo. Solo quiero saber".
Dócil como era (y
estoica), sin un temblor en la voz, sin derramar una lágrima, me dijo que su
papá la había golpeado porque no llevó a su casa el lapicero que me prestó. Ese
mismo que 24 horas después yo le acababa de devolver.
En su voz no había
tono de reclamo, ni de rencor por haber sido yo la responsable de semejante
paliza.
Yo no daba
crédito a lo que escuchaba.
-"¿Por qué no le
dijo que yo me lo quedé?", pregunté desconcertada.
- "No me
acordé", dijo sin emoción alguna en su voz.
No recuerdo qué más
le dije. Quería llorar, quería salir corriendo para hablar con el monstruo que
había lastimado de manera tan cruel a una pequeñita indefensa por un mísero y
barato lapicero. Finalmente solo envié una nota a su casa para pedir hablar con
sus padres.
Supongo que fue al
siguiente día que se presentó la mamá. Conversamos sobre el incidente; le dije
lo mal que me sentía y lo cruel que me había parecido el castigo.
Sin inmutarse, sin
reflejar un solo sentimiento (de angustia, de enojo, ¡qué sé yo!), la mujer me
dijo: "No se preocupe, seño, él es así".
En aquel tiempo no
existía la Procuraduría de los Derechos Humanos, ni siquiera se hablaba de los
derechos humanos, mucho menos de los de los niños. Yo, quien apenas estrenaba
mis primeras dos décadas, no supe qué más hacer.
Julia se quedó
incrustada para siempre en mi corazón, como una astilla, como una esquirla. Al
recordarla, no puedo evitar sentir su punzada dolorosa.
Solo espero que tanta
violencia no haya lacerado su corazón, nublado su razón, aniquilado su
potencial. Solo quisiera creer que tanta violencia cambió su sumisión por
rebeldía, que tanto dolor la haya hecho crecer y decidir no ser igual.
Solo espero que donde
quiera que esté, sea una mujer plena y feliz. Que haya sido el eslabón que se
rompió para no replicar esa cultura de violencia.
Amén