
Esta historia me la contó mi papá hace muchos años. No es que él la haya vivido, sino más bien creo que la leyó. Quizá por eso debo advertir que lo que mi memoria no alcanza recordar, mi creatividad se atreverá a remendarlo. Por ello la contaré lo más breve posible.
Hace muchos años, dos jóvenes amigos se hicieron una promesa: El primero que muera se encargaría de hacerle saber al otro si hay o no más allá. Si hay algo más después de la vida.
Como diría don Mingo Bethancourt, el tiempo todo lo borra. Así que el paso de los años se encargó de poner otros temas en la mente de aquel par de amigos quienes, al llegar a la madurez ya no se frecuentaban como antaño, aunque el cariño y el recuerdo de la amistad siempre estuvo latente.
Cierta noche, uno de aquellos personajes (ahora convertido en todo un caballero) se extrañó de ver que se había detenido el reloj de la sala a las siete de la noche. Estaba muy consciente de que por lo menos eran las nueve. Al querer confirmarlo con su reloj de pulsera, vio con extrañeza que también éste tenía las siete de la noche.
Y así se encontró con que todos, absolutamente todos los relojes de su casa se habían detenido a la misma hora.
Al día siguiente recibió una llamada. Un pariente de su antiguo amigo le comunicaba sobre la muerte de éste.
En ese momento, impulsado por una corazonada, el hombre preguntó:
-Perdóneme ¿a qué hora falleció?
- A las siete de la noche
¡Plop!