miércoles, 20 de agosto de 2008
¿De qué murió Matute? I (¿meterme o no meterme?)
Divertido sería si les contara sobre la vez que le pregunté a un compañero ¿De qué murió Matute? sin recordar que "ese" era precisamente su apellido. No recuerdo su expresión, pero sí el calor que se apoderó mi rostro y el gesto tonto que debo haber hecho al darme cuenta de la metida de "patte" (Quién me conoce sabe que no sé disimular).
Pero la anécdota de hoy es más bien "insólita", por no decirle sórdida o deplorable.
Una noche, hace ya varios meses, iba de regreso a casa junto a mis dos hijas en el súper Chevy. El tráfico era lento, casi inmóvil, pues íbamos sobre una avenida que entronca con la calzada Roosevelt, a una hora pico. En aquel mar de carros detenidos por la brillante actuación de los agentes de Emetra, no hay mucho que lo pueda distraer a uno. Sin embargo mis hijas me dijeron: "mami, mirá, el señor del carro de la par le va pegando a la señora". En efecto, en el sedán de vidrios polarizados que iba a nuestra derecha podía verse claramente que el conductor golpeaba duramente a su acompañante femenina. Como soy muy impulsiva, pensé en detener de alguna manera aquella escena que, a mi juicio, era pura violencia intrafamiliar. Así que, sin dudarlo, toqué con unos golpecitos la bocina para llamar la atención del agresor. Cuando éste bajó la ventanilla, yo le hice un gesto con la mano para que se tranquilizara
El tipo, que me pareció un orangután, me vio con tal odio que mi nena casi empezó a llorar (después supe que ella sí vio desde ese momento la pistola del malparido). Unos instantes después descendió del auto al igual que otro hombre que viajaba en el asiento trasero (el tráfico estaba literalmente detenido por los benditos agentes de Emetra). Ambos se acercaron amenazantes al Chevito para mostrar semejantes escuadras, y luego cambiaron de lugar. El piloto se pasó al asiento de atrás y el que viajaba atrás se puso al volante.
Yo estaba petrificada pero con la sangre en ebullición. Mis hijas, al borde de un ataque de histeria. Les dije que se calmaran que ya estaba. Había metido las patas pero no nos podían hacer nada porque en esas condiciones era imposible huir, tanto para nosotras como para ellos.
El interminable río de vehículos empezó a avanzar lenta y dolorosamente hacia la desembocadura de la Roosevelt. El auto de los orangutanes no avanzó. Esperó a que adelantara el súper Chevy y se colocó justo detrás de nosotras. Supongo que para poder tomarnos el número de placa.
Como no puedo evitar ver por el retrovisor, un escalofrío recorrió mi cuerpo al percatarme de que la supuesta esposa maltratada era más bien una mujer secuestrada que no podía defenderse porque iba atada.
La impotencia, la indignación, la pena y la rabia se licuaron en mi sangre. ¿Qué podía hacer? Las niñas iban casi llorando. Quise llamar a la Policía por el celular, pero ¿y si eran policías? ¿quién confía en los cuerpos de seguridad guatemaltecos en estos días? Los tipos enfilaron con su víctima hacia la calzada San Juan y nosotras tomamos la Roosevelt rumbo al occidente.
Al llegar a casa sólo pude llamar a la Procuraduría de Derechos Humanos. Hablé con alguien de confianza y le di los datos del auto, incluida la placa. Nunca supe qué pasó.
Mis hijas me hicieron prometer que no volvería a meterme donde no me incumbe, pero ¿seré capaz de mantener la promesa?
No quiero ser indiferente, me rehuso a pensar que voy a convertirme en un individuo más que no se inmuta ante las injusticias, ante el sufrimiento ajeno. Yo simplemente no puedo ver que una persona golpee a otra. Pero después de esto ¿volvería a cometer la misma imprudencia sabiendo que eso puede traernos consecuencias nefastas?
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2 comentarios:
ayy que feo, tal vez hubiera llamado a la policia o bien de los nervios me quedo petrificada y muda...ah saber!!!
Patricia
Yo tampoco sé, de veras que que feo eso y que duro pensar que no se puede uno meter en esos rollos
sonya
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