
El 25 de diciembre varios amigos que leen mi blog aunque no lo comentan, me sugirieron que contara esta historia en este espacio. Me la estaba guardando para una ocasión especial y creo que el paso de un año a otro es algo muy significativo, tanto como para contarles hoy una historia que marcó profundamente mi existencia. Ahí les va...
En esta vida me ha tocado empezar de cero más de una vez. Una de las historias más dramáticas e increíbles por las que he pasado y he tenido que volver a empezar es la del día que descubrí con mis propios ojos lo hermoso que es el mundo.
Aunque quizás no me lo crean, yo viví en el borroso panorama de la miopía avanzada durante 22 años. Así como lo leen.
Nadie nunca se dio cuenta de que yo era miope y así me acostumbré a vivir, si no rodeada de tinieblas, rodeada de “paisajes” al estilo de los cuadros de Monet. Un mundo en el que a la distancia los objetos no tenían formas definidas ni colores claros. Todo se mezclaba en una amalgama amorfa y descolorida ante mis ojos.
Como soy de baja estatura, siempre me tocó sentarme hasta adelante y el problema visual me orilló a la lectura y a dejar de lado el deporte y las actividades al aire libre. De hecho nunca aprendí a ver rótulos, carteles o carteleras. De ahí mi falta de costumbre de ir al cine.
No sé si fue porque éramos muchas hijas (cinco), lo cierto es que nadie se dio cuenta de que yo no veía bien. El tiempo fue pasando y me adapté a mi mundo borroso que era mi normalidad.
No necesitaba ver de lejos. Mi papá nos llevaba y traía a la escuela y años después, al instituto y yo no salía mucho de la casa. Jugaba muñecas y cosas que no requieren de vista a la distancia.
Cuando yo tenía 15 años hubo una jornada médica del Hospital Rodolfo Robles (para ojos) en el instituto donde estudiaba. Al terminar de hacerme el examen, un médico me dio un papelito. Me dijo que yo no veía bien y que le dijera a mis padres que me llevaran
para hacerme más exámenes y ponerme lentes.
Recuerdo tan claramente cómo me sentí indignada y, a la vuelta, hice un nudo el papel y lo tiré a la basura. ¿Ciega yo? ¡Bah!
Jamás sentí, pensé o imaginé que no veía bien. Me gradué como maestra y luego entré a la universidad… ese mismo año conseguí mi primer trabajo.
Como tenía que tomar camioneta (bus, burra, o como le quieran decir), llegaba a la parada y le hacía el alto a todas las que pasaban allí. Al tenerlas enfrente me daba cuenta si iban para mi casa o no. Algunos choferes se molestaban, pero nunca entendí por qué. Era una completa versión femenina de Míster Magoo.
Se preguntarán cuándo fue que me di cuenta de que no veía. Resulta que cuando estaba en el tercer año de mi carrera (periodismo) entré al diario oficial a hacer prácticas, pero el director me consiguió una plaza y me quedé trabajando como reportera. Mi fuente obviamente era el Palacio Nacional, donde funcionaban todos los despachos ministeriales.
Me di cuenta de que alguien decía: “¡Allá va el ministro X!”, y todos salíamos corriendo tras el personaje. “Allá va el funcionario Y”… etc.
No entendía cómo lograban saberlo. En aquella época, los años ochenta, no había celulares, ni nada que se le parezca. Era un enigma para mí cómo lo adivinaban.
Una noche, cuando íbamos con mi papá en el carro a dejar a unos compadres y ahijados de mis papás, íbamos con la novedad de que al hijo mayor de ellos le acababan de cambiar los “espejuelos o gafas” por lentes de contacto.
El chico, unos años menor que yo, iba súper feliz y sus hermanos y mis hermanas empezaron a pasar de mano en mano los recién defenestrados anteojos.
Cada uno se iba probando los lentes y exclamaba cosas como “Uyyy, qué feo se ve” o “¿Cómo podés ver con esto?”
Finalmente me tocó el turno. Recuerdo perfectamente que íbamos por la Avenida Bolívar, eran como las siete de la noche. Me coloqué las gafas y, en lugar de exclamar lo mismo que mis antecesores, me quedé sin aliento... me quedé sin palabras. Descubrí lo más hermoso que jamás hubiera imaginado. Tenía ante mí un mundo lleno de formas y colores, entendí el concepto de profundidad y se revelaron en una milésima de segundo cientos o miles de interrogantes que tenía desde hacía muchos años atrás.
Veintidós años, ¡toda mi vida! había pasado entre tinieblas.
El mundo era hermoso, era tan hermoso. Los colores eran brillantes. ¡La gente tenía rostro que podía verse desde lejos! Los buses, esas chatarras ambulantes que han circulado siempre por las calles guatemaltecas ¡tenían contorno! ¡tenían formas definidas! Y tenían hermosos y brillantes colores.
Aquella noche me cambió la vida y, al día siguiente, fui a que me pusieran lentes… eso sí, de contacto. El mundo no volvería a ser el mismo para mí.
Aunque quizás no me lo crean, yo viví en el borroso panorama de la miopía avanzada durante 22 años. Así como lo leen.
Nadie nunca se dio cuenta de que yo era miope y así me acostumbré a vivir, si no rodeada de tinieblas, rodeada de “paisajes” al estilo de los cuadros de Monet. Un mundo en el que a la distancia los objetos no tenían formas definidas ni colores claros. Todo se mezclaba en una amalgama amorfa y descolorida ante mis ojos.
Como soy de baja estatura, siempre me tocó sentarme hasta adelante y el problema visual me orilló a la lectura y a dejar de lado el deporte y las actividades al aire libre. De hecho nunca aprendí a ver rótulos, carteles o carteleras. De ahí mi falta de costumbre de ir al cine.
No sé si fue porque éramos muchas hijas (cinco), lo cierto es que nadie se dio cuenta de que yo no veía bien. El tiempo fue pasando y me adapté a mi mundo borroso que era mi normalidad.
No necesitaba ver de lejos. Mi papá nos llevaba y traía a la escuela y años después, al instituto y yo no salía mucho de la casa. Jugaba muñecas y cosas que no requieren de vista a la distancia.
Cuando yo tenía 15 años hubo una jornada médica del Hospital Rodolfo Robles (para ojos) en el instituto donde estudiaba. Al terminar de hacerme el examen, un médico me dio un papelito. Me dijo que yo no veía bien y que le dijera a mis padres que me llevaran

Recuerdo tan claramente cómo me sentí indignada y, a la vuelta, hice un nudo el papel y lo tiré a la basura. ¿Ciega yo? ¡Bah!
Jamás sentí, pensé o imaginé que no veía bien. Me gradué como maestra y luego entré a la universidad… ese mismo año conseguí mi primer trabajo.
Como tenía que tomar camioneta (bus, burra, o como le quieran decir), llegaba a la parada y le hacía el alto a todas las que pasaban allí. Al tenerlas enfrente me daba cuenta si iban para mi casa o no. Algunos choferes se molestaban, pero nunca entendí por qué. Era una completa versión femenina de Míster Magoo.
Se preguntarán cuándo fue que me di cuenta de que no veía. Resulta que cuando estaba en el tercer año de mi carrera (periodismo) entré al diario oficial a hacer prácticas, pero el director me consiguió una plaza y me quedé trabajando como reportera. Mi fuente obviamente era el Palacio Nacional, donde funcionaban todos los despachos ministeriales.
Me di cuenta de que alguien decía: “¡Allá va el ministro X!”, y todos salíamos corriendo tras el personaje. “Allá va el funcionario Y”… etc.
No entendía cómo lograban saberlo. En aquella época, los años ochenta, no había celulares, ni nada que se le parezca. Era un enigma para mí cómo lo adivinaban.
Una noche, cuando íbamos con mi papá en el carro a dejar a unos compadres y ahijados de mis papás, íbamos con la novedad de que al hijo mayor de ellos le acababan de cambiar los “espejuelos o gafas” por lentes de contacto.
El chico, unos años menor que yo, iba súper feliz y sus hermanos y mis hermanas empezaron a pasar de mano en mano los recién defenestrados anteojos.
Cada uno se iba probando los lentes y exclamaba cosas como “Uyyy, qué feo se ve” o “¿Cómo podés ver con esto?”
Finalmente me tocó el turno. Recuerdo perfectamente que íbamos por la Avenida Bolívar, eran como las siete de la noche. Me coloqué las gafas y, en lugar de exclamar lo mismo que mis antecesores, me quedé sin aliento... me quedé sin palabras. Descubrí lo más hermoso que jamás hubiera imaginado. Tenía ante mí un mundo lleno de formas y colores, entendí el concepto de profundidad y se revelaron en una milésima de segundo cientos o miles de interrogantes que tenía desde hacía muchos años atrás.
Veintidós años, ¡toda mi vida! había pasado entre tinieblas.
El mundo era hermoso, era tan hermoso. Los colores eran brillantes. ¡La gente tenía rostro que podía verse desde lejos! Los buses, esas chatarras ambulantes que han circulado siempre por las calles guatemaltecas ¡tenían contorno! ¡tenían formas definidas! Y tenían hermosos y brillantes colores.
Aquella noche me cambió la vida y, al día siguiente, fui a que me pusieran lentes… eso sí, de contacto. El mundo no volvería a ser el mismo para mí.