La muerte se me antoja un gatito cuyas garras juguetean con mi vida: un ratoncito que tarde o temprano terminará entre sus fauces. Pero, eso sí, no sin dar batalla.
Al igual que muchos de ustedes, he estado a punto de colgar los tenis, subir las gradas o, en pocas palabras, morir.
Dos buenas revolcadas en el mar, otras tantas en piscinas, una terrible y muy cercana en Amatitlán... y ahora que me acuerdo, una vez hasta iba a ser víctima de homicidio (ya les contaré otro día). Eso sin contar las veces que me he ahogado en un vaso de agua. Lo cierto es que soy dura de morir, y de matar.
Creo que cuando todo el mundo pensó que de plano me llevaría la Parca fue en el 87, cuando un cáncer me tuvo como huésped del Hospital General durante casi todo el año. Otro día les contaré algo al respecto.
Lo cierto es que yo debo ser de hueso colorado, como mi abuela materna que tiene 101 años y a quien ni siquiera le da gripe.
Pero entremos en materia. Aquí les va la historia para hoy:
La inyección letal
Sucede, mis estimados, que mientras estaba hospedada en el Hospital General recibiendo quimioterapia y otras torturas chinas y chapinas, iba a ser objeto de una práctica médica que casi me lleva al cementerio.
Resulta que yo recibía dósis máxima de quimioterapia por vía intravenosa. Mi papá compraba en el INCAN el bendito químico que venía en presentaciones de 50 ml. Yo recibía diariamente, de lunes a viernes, 25ml diluidos en un suero que me duraba casi dos horas cada sesión.
Era una verdadera eternidad y una tortura pues no sólo parecía yo una muñequita de vudú, toda pinchada, sino que los efectos secundarios eran realmente molestos.
Un buen día, a la hora del suero, apareció la enfermera con un equipo médico muy diferente al de costumbre. En lugar del suero llevaba una enorme y gruesa jeringa que infundía terror al solo mirarla.
Al ver mi cara de susto, la enfermera me indicó que uno de los médicos que me trataban había dado la orden de cambiar el método y que la jeringota esa era suficiente para diluir la quimio. La operación no duraría dos horas, pero sí unos diez minutos. Es decir, tendría esa jeringota en mi bracito durante 10 largos minutos y, lo peor, debía confiar en el temple de la enfermera que debía inyectarme el químico muy despacito pues éste podía ser corrosivo.
A estas alturas ya un pinchazo más no me hacía mella. Sin embargo la jeringota me daba tal desconfianza que no permití que me pinchara.
Al los pocos minutos varios médicos del hospital se concentraron en la ginecología (que era donde estaba hospedada) para tratar de convencerme. Pero yo quería hablar con mi doctor que estaba fuera del nosocomio.
Finalmente, me comunicaron con él por teléfono y me explicó las ventajas de este nuevo procedimiento. Entonces accedí, pero justo en el momento en que la enfermera se disponía a pincharme, vi con horror que el frasquito de 50 ml (que empezábamos ese día) estaba vacío. La muy pilas de la enfermera no dividió la dosis sino que colocó los 50 mil en una sola inyección.
Se lo hice ver al jefe de médicos que se había quedado allí viendo que yo me dejara torturar. Tuvieron que tirar la mitad del líquido (con lo cariñosa que era la mentada medicina) y tuvo que ser otra persona la que me inyectara pues yo no quería ver ni en pintura a la enfermera que no sabía seguir instrucciones y que, de no haber sido por el cambio de método, me habría mandado dos metros bajo tierra.
2 comentarios:
¡Mis respetos!
No solo debemos aceptar los designios de la naturaleza o de Dios sino que además depender de una persona incompetente.
Leo el blog seguido pero hasta hoy comento. Un saludo y felicitaciones.
Muchas gracias Kontra, es un honor.
Feliz día
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