La verdad es que el tiempo no perdona. Los años pasan y muchas veces, aunque el espejo haga evidente la llegada de las arrugas, las libras y las canas, seguimos viendo nuestro reflejo como si se tratara del retrato de Dorian Gray.
El tránsito por los cuarentas en ruta directa y sin escala hacia el medio siglo es una experiencia muy especial para cada quién. Los desajustes hormonales (que todavía no he sentido, pero ya vendrán), la cierta madurez que se supone alcanzamos, la seguridad que nos da la experiencia de las varias décadas vividas…lo experimenta cada quien desde una perspectiva propia, única, íntima.
Sin embargo, eso ocurre internamente. Pero ¿externamente? Los demás nos ven envejecer y para las generaciones de nuestros hijos, sobrinos y vecinos o compañeros de trabajo nos vamos convirtiendo en una especie de clase social a la que tratan de “usted” (por respeto, entiendo, pero suena feo a veces) y delante de la cual no actúan como lo dicta su juventud y jovialidad (por no molestarnos… gracias, pero también nos resiente… ejem, al menos a mí).
Cuando estás en los treintas, te empiezan a decir “seño”, por aquello de no quedar mal si es que aún se es “señorita”, pero en los cuarentas ya de plano hasta llega uno a agradecer que alguien le diga por inercia o por error (por apariencia… lo dudo), “señorita”.
Así las cosas, una se siente halagada cuando algún galante pretendiente de la hija mayor le dice “pero si parecen hermanas”, aunque no sea cierto. Pero se siente feo cuando alguien te pregunta si eres “la abuelita” de la hija menor.
Bien, todas estas señales que vamos percibiendo cuando estamos “entrados en años” son nada, comparadas con el momento dramático de la verdad: el día en que descubrimos que realmente estamos viejos.
Valga mi perorata para contarles la anécdota del día en que me tocó entender que ya no soy joven. (¿Viejos…? los caminos, y aún levantan polvo, o el mar, y todavía da pescado fresco).
El tránsito por los cuarentas en ruta directa y sin escala hacia el medio siglo es una experiencia muy especial para cada quién. Los desajustes hormonales (que todavía no he sentido, pero ya vendrán), la cierta madurez que se supone alcanzamos, la seguridad que nos da la experiencia de las varias décadas vividas…lo experimenta cada quien desde una perspectiva propia, única, íntima.
Sin embargo, eso ocurre internamente. Pero ¿externamente? Los demás nos ven envejecer y para las generaciones de nuestros hijos, sobrinos y vecinos o compañeros de trabajo nos vamos convirtiendo en una especie de clase social a la que tratan de “usted” (por respeto, entiendo, pero suena feo a veces) y delante de la cual no actúan como lo dicta su juventud y jovialidad (por no molestarnos… gracias, pero también nos resiente… ejem, al menos a mí).
Cuando estás en los treintas, te empiezan a decir “seño”, por aquello de no quedar mal si es que aún se es “señorita”, pero en los cuarentas ya de plano hasta llega uno a agradecer que alguien le diga por inercia o por error (por apariencia… lo dudo), “señorita”.
Así las cosas, una se siente halagada cuando algún galante pretendiente de la hija mayor le dice “pero si parecen hermanas”, aunque no sea cierto. Pero se siente feo cuando alguien te pregunta si eres “la abuelita” de la hija menor.
Bien, todas estas señales que vamos percibiendo cuando estamos “entrados en años” son nada, comparadas con el momento dramático de la verdad: el día en que descubrimos que realmente estamos viejos.
Valga mi perorata para contarles la anécdota del día en que me tocó entender que ya no soy joven. (¿Viejos…? los caminos, y aún levantan polvo, o el mar, y todavía da pescado fresco).
El club de la tercera edad
Sucede que cuando mi promoción de magisterio empezó a planificar la celebración de las bodas de plata, me invitaron a una reunión en el Centro Comercial Miraflores.
-Vamos a estar en el área de cafeterías, me dijo una compañera. Pero si quieres, nos encontramos en la fuente.
Como llegué temprano, esperé un momento en la fuente, pero luego de un rato decidí subir al área de restaurantes. No vi a nadie conocido. Unos jóvenes estudiantes por aquí… varias parejas de novios por allá… un club de ancianas más allá…
Bajé de nuevo para esperar a las compañeras y cuando estaba a punto de acomodarme en la fuente escuché detrás de mí
-¡Nancy, Nancy!
Volteé a ver y reconocí a una de las mujeres que me llamaban. Seguro venía con su mamá. Los años habían pasado, pero aún pude reconocerla.
La que yo creía su mamá me saludó sonriente y confianzudamente. Era obvio que también era de la promo y eso me noqueó.
-¿No nos viste? Pasaste junto a nosotras allá arriba.
-… No. Ujum. Es que soy muy despistada, susurré, avanzando hacia lo inevitable
Subimos, tomé mi silla y todavía desconcertada por el trance, el shock, el susto, me integré al club de ancianitas (gordas, canadas, arrugadas… viejas al fin).
4 comentarios:
uff, me acaba de recordar que el año entrante cumplo mis bodas de plata del colegio.
la ventaja es que mi niño tiene 9 años. la que se enojó fué mi hermana menor, que esta un poco descuidada, cuando le preguntaron si yo era la pequeña y ella la grande. por cierto, ayer metí la pata, le dije a un amigo que tiene más de 60 años, que era dificil para mi como madre añosa cuidar un niño pequeño, entonces me recordó que él tiene una niña de 5 años, uuuf... me gustan sus anecdotas
Gracias Patricia
Eso de tu hermana me recuerda que una vez mi mejor amigo no dejó de molestarse cuando pasamos juntos frente a una obra en construcción. Uno de los albañiles le gritó "¡Adiós suegro!". La molestia es comprensible si tomamos en cuenta que él es unos siete años menor que yo.
no jodás. entonces sos una viejita guapa y bonita.
b,b
Pienso que ya estoy algo ruquita, pero cuando veo fotos de algunas chicas contemporaneas, a mis recien estrenados 44, estoy muy bien, ademas que gracias a Dios, nunca he padecido de ninguna enfermedad. Este año es mi aniversario de plata del colegio tambien, no creo que vaya a la reunion, estoy fuera de Guate. Muy bonitas sus historias citadinas, recien he empezado a leerla..............MaR
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